¿Seriales o películas?

Como en otras tantas televisoras del mundo, los seriales inundan nuestras pantallas.

Los hay buenos y menos buenos, casi todos desprendiendo excelentes facturas, señal del respaldo económico con que se lanzan al ruedo competitivo, siempre con  las miras puestas en enganchar audiencias.

Serial que no enganche, o deje de enganchar, serial liquidado (tal pudiera ser el caso de CSI y La ley y el orden).

Me basta recordar la euforia de mi padre cuando me hablaba de Rocambole, el héroe francés que lo convocaba cada domingo a los cines de madera del Vedado, allá en los años 20 del pasado siglo, presto él a no perderse uno solo de aquellos episodios del héroe francés creado por Pierre Alexis Ponson du Terrail en el siglo XIX y rápidamente asumido por el cine silente.

La televisión le arrebató al cine las riendas de los seriales, y los que en la década de los 50 fueron niños recordarán las emociones de cada tarde al sentarnos a ver las aventuras de Flash Gordon, ciencia ficción de cartón y yeso pletórica de seres antagónicos de una sola pieza.

Para hacerle  frente a la atracción de los seriales, el cine se fue haciendo cada vez más fastuoso desde el punto de vista del espectáculo y los costos de producción aumentaron en cifras inimaginables. El serial televisivo se vio obligado entonces a dejar de cuidar la moralidad de sus productos y hacer menos ostensible la edulcoración de sus historias, esquemas que fue dejando atrás luego del denominado «fin de la Guerra Fría».

Desde hace años, reconocidos actores que no aceptaban trabajar «para la televisión» empezaron a recibir ofertas que los dejaban sin aliento y lo mismo sucedió con guionistas y directores. Hoy puede apreciarse que muchos de esos seriales son filmados con componentes artísticos de primera línea, lo cual no quiere decir que recursos dramáticos provenientes de la vieja escuela se sigan utilizando como pulsión conmovedora.
Cine y televisión también han estrechado alianzas en el campo productivo y ya no es algo fuera de lo común que una película se convierta en serial, o viceversa.

El contacto periódico hace que el público de los seriales se identifique no solo con la trama –vigorizada en constantes giros–, sino también con los personajes que, en buena medida,  han dejado de ser esquemáticos (o casi) para tratar de vestir el  ropaje de la complejidad artística, tan apreciada en cualquier obra. Ello sin que esos seriales –la mayor parte de factura estadounidense– dejen de ser representativos de una cultura, ideología, y visión de la vida, signada no pocas veces por la clásica «americanización del héroe».

Y está el enganche madurado al paso de los días; espectadores atrapados por el «¿qué traerá hoy mi serie?», que difícilmente levantarán la cabeza para interesarse por una excelente oferta cinematográfica que –mal promovida– se esté presentando a esa misma hora en televisión.

Cabe entonces preguntarse cuántos buenos, y menos buenos seriales, le estarán restando audiencia a películas trascendentes, de esas que, exhibidas en cualquier cine del mundo, se paga por verlas.

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